21 de septiembre de 2006

Occidente es una entelequia

Al socaire de las declaraciones malinterpretadas –como de costumbre- del máximo pontífice de la iglesia católica, uno de los inestimables foristas de Tercera Vía sacó a relucir la reacción de “Occidente” ante la violencia desatada en el mundo fundamentalista islámico. No es el objetivo de estas líneas realizar mayor análisis o referencia a la sobredimensionada ocurrencia papal, sino centrarse en ese término empleado, en este caso, como referencia a una realidad distorsionada, difuminada, casi invisible: Occidente.

¿Qué es “Occidente”?. Se habla de “cultura occidental” como contraparte de la “cultura oriental”, pero ya las latitudes no existen en un mundo globalizado. El origen parece encontrarse en la Edad Media y los grandes enfrentamientos de tinte religioso. Si hoy hablamos de religión, encontramos más población cristiana en el Líbano, en términos relativos, de la que pueda haber en muchos barrios de las grandes metrópolis europeas, como Paris, Londres o Berlín. Incluso el catolicismo se encuentra en franco retroceso en todo el mundo frente a otrora religiones minoritarias y sectas, cuando no en contrapartida de un ateísmo militante.

Si hacemos referencia a parámetros de desarrollo, sería difícil encontrar en las latitudes similitudes en los niveles de renta o industrialización de los países, salvando Europa y África, en los extremos opuestos. Porque América, salvo lo que existe al norte de México, tiene una amalgama de tercermundismo y países de desarrollo intermedio difícil de definir. Sin hablar de Asia, con sus “tigres” y sus paraísos de desarrollo financiero como Taiwán o Singapur. ¿Dónde ubicar a Sudáfrica o a los Emiratos Árabes Unidos?.

De costumbres antagónicas no podemos hablar. Hoy el costumbrismo es cada día más local y el consumismo más universal. Se venden más bolsos Louis Vuitton en Beijing que en Paris, en Hong Kong que en Roma. Hay más estatuas budistas en los hoteles de Nueva York que en Birmania. Ni hablar de la cultura, hoy sería imposible distinguir en una galería de arte la obra de un pakistaní de la de un costarricense.

Pero el ser humano gusta de acogerse a viejos paradigmas y además si éstos le proporcionan seguridad. Seguridad, para unos, de pertenencia a un ente poderoso, definido como un mundo en el que el bien es lo cotidiano, siendo el bien esos grandes valores universales teóricamente compartidos: democracia, paz, libertad… Seguridad, por qué no, de un enemigo común, para otros, aquel que nos olvidó o nos subyugó en el pasado, aquel que con su mera presencia nos facilita el opio que el pueblo –ese ente intangible y volátil- necesita para seguir ciegamente los pasos de los líderes fanáticos. Esos líderes que sí que tienen claro qué es “Occidente”: la muleta sobre la que se asientan todos sus intereses, presuntamente compartidos con la masa, metafóricamente denominada “el pueblo”.

Hace unas horas el presidente/dictador de Venezuela se subía al estrado principal de las Naciones Unidas, cual si de uno de sus púlpitos nacionales se tratase, uno de esos cortijos establecidos por la dictadura en ciernes como el canal satélite Telesur –creado por él mismo- o el programa semanal de la televisión pública venezolana, para lanzar una de sus histriónicas peroratas sobre el imperialismo y las pretensiones “hegemónicas” de George W. Bush. Ese parece ser el representante de ese “Occidente” difuminado. El único hacia el que se vuelcan las miradas, el enemigo común, en cuyo “tonel” nos incluyen a todos los “occidentales”.

¿Acaso son los EE UU la viva imagen de “Occidente”?. No hay más que ver las últimas encuestas sobre la animadversión que genera el país más industrializado del mundo entre la población de países como España, Alemania o China para tirar por tierra la pretensión “hegemónica” de una y otra parte. Sin embargo, como ya se ha dicho, el ser humano busca de esa homogeneidad para sentirse seguro.

Cuando un dictadorzuelo plantea un discurso pretendidamente incendiario en el plenario de la ONU o cuando una banda de fundamentalistas islámicos queman crucifijos en las calles de Estambul, no cabe duda de que para ellos da igual lo que un español, un estadounidense, un italiano o un británico piensen o sean. Católico, judío, musulmán sunita o evangélico. Empleado de banca, obrero de la construcción, magnate de los medios de comunicación, político corrupto o funcionario de prisiones. Al fin y al cabo un miembro más de esa entelequia conocida como “Occidente”.