2 de noviembre de 2017

¿Qué ocurre en Cataluña?. Una versión para no españoles.

Muchos amigos de fuera de España me preguntan acerca de lo que viene sucediendo en nuestro país con respecto al intento de secesión de Cataluña. En primer lugar, hay que tener muy claro que la sociedad catalana es diversa y no coincide con esa identidad independentista que a veces se nos ofrece desde algunos medios. El 27 de septiembre de 2015 los catalanes fueron llamados a las urnas –los catalanes han acudido a las urnas tres veces en menos de dos años- para elegir al gobierno autonómico por medio del sistema de representación parlamentario. Los partidos independentistas (Junts Pel Sí y CUP) obtuvieron un 47,8 por ciento de los sufragios.

Esta victoria simple permitió al independentismo formar mayoría absoluta parlamentaria gracias a la distribución de los votos frente a las escaños. Las provincias catalanas más proclieves al secesionismo necesitan menos votos para conseguir representación, frente a Barcelona, la provincia más poblada y menos nacionalista. La coalición en el poder autonómico catalán nombró a Carles Puigdemont president. Si bien él nunca fue el candidato, el partido anticapitalista CUP obligó a Junts Pel Sí a sustituir al candidato más votado: Artur Mas.

Autonomía regional

España está conformada por diecisiete comunidades autónomas, las cuales cuentan con diferentes niveles de autogobierno. Cataluña es una de las regiones con mayor capacidad en la gestión de los servicios. Salud, educación, seguridad pública o infraestructuras, son algunas de las competencias que corresponden administrar de forma autónoma a la Generalitat de Cataluña. A pesar de este alto nivel de autogobierno, similar e incluso superior en algunos casos al de los lander alemanes, el nacionalismo reclama más soberanía a España.

Un intento de obtener más competencias para Cataluña se produjo en 2006, con la aprobación de un estatuto de autonomía que incorporaba elementos de autogobierno que fueron desestimados por el Tribunal Constitucional español en 2010. A partir de ahí, sumida España en plena crisis económica, el independentismo comienza a fortalecerse mezclando crisis y recortes con autogobierno. El discurso secesionista se centra en la fortaleza de la economía catalana, la continuidad de Cataluña en la Unión Europea (UE) y en una narrativa histórica sobre la existencia de una singularidad territorial ancestral y reprimida por España. La salida es la realización de un referéndum de independencia el cual no tiene encaje en la Constitución Española de 1978, a la sazón aprobada por más del 90 por ciento de los catalanes en sufragio universal.

La situación actual

La exigua mayoría parlamentaria separatista aprueba el día 6 de septiembre la celebración de este referéndum para el 1 de octubre. Esta consulta vinculante fue decretada inconstitucional y anulada por el Tribunal Constitucional.  A pesar de la ilegalidad, Carles Puigdemont y sus socios de gobierno autonómico insisten en realizar el referéndum sin ningún tipo de garantía democrática -censo universal, votos duplicados, etc-. Del inválido resultado se obtiene una declaración de independencia votada el 27 de octubre por 70 de los 135 miembros del parlament.

A raíz de estos hechos, Cataluña entra en una especie de incertidumbre jurídica que tiene importantes consecuencias. Más de 1.800 empresas, entre ellas los bancos y la industria más importante, decide cambiar su sede a otros lugares de España. La UE expresa la imposibilidad de aceptar una Cataluña independiente en su seno de forma directa.

A partir de ahí el Gobierno español de Mariano Rajoy, el mismo 27 de octubre, con el apoyo de más del 70 por ciento de las fuerzas parlamentarias españolas, aplica los mecanismos de intervención para devolver la legalidad a Cataluña. El famoso artículo 155 de la Constitución Española, que es votado a favor por 214 de los 262 senadores elegidos en 2016 por el pueblo español.

Con la autorización del Senado, el Gobierno catalán es cesado y se convocan elecciones autonómicas para el 21 de diciembre.  Estas medidas son aceptadas por la práctica totalidad de los cargos políticos catalanes, si bien los que instigaron la declaración tendrán que asumir las consecuencias legales al considerar la justicia que cometieron delito de rebelión. Sin embargo, el presidente regional cesado, Puigdemont, junto con cuatro de sus ex-consejeros, decide marcharse a Bélgica huyendo de las posibles consecuencias legales de la declaración unilateral de independencia.

Convocatoria electoral 21D

Se abre así un proceso electoral aceptado por todos los partidos catalanes, si bien la resistencia a acatar las decisiones de la justicia española por parte de Puigdemont y algunos de sus correligionarios, pueden mantener este escenario de incertidumbre.

Ante la convocatoria electoral, el independentismo tiene ante sí el reto de retomar la senda de la legalidad y la negociación dentro del marco constitucional. Asumiendo las consecuencias que desmontan su discurso sobre la economía y la permanencia en la UE. Por su parte las fuerzas constitucionalistas deben encontrar cauces para demostrar que Cataluña es mucho más dentro de España que aislada y recuperar así la normalidad social. Mención aparte merece la formación política de corte chavista Podemos (aliada a otra marca electoral denominada Catalunya Sì que es Pot), la cual mantiene una actitud ambivalente sobre el independentismo, en la búsqueda de mantener o ampliar su caudal de votos entre del nacionalismo catalán.

22 de octubre de 2017

Recuperemos la sensatez

Los acontecimientos recientes nos invitan a tomar un poco de distancia de todo lo que viene sucediendo desde el 6 de septiembre en España, en Cataluña. La distancia que nos ofrecen los hechos, ya consumados, para recobrar la sensatez propia de una de las democracias más fuertes del mundo. Esto del nivel democrático de España no lo digo yo, lo dice el semanario económico más prestigioso del mundo The Economist en su Democracy Index 2016. Nuestro país está en el puesto 17 de 167 países, por delante de Francia o Japón, por ejemplo.

Quizá este sea el primer paso hacia la sensatez perdida: reconocer que España es una democracia mejorable, como todas, pero que funciona con total normalidad. El pacto constitucional de 1978 no ha dado malos frutos, por mucho que ahora nos empeñemos en revisarlo ante cualquier visicitud propia del Estado de Derecho. Como digo mejorable, pero afirmar que es inválido, sencillamente es faltar a la verdad o intentar deslegitimar la solidez democrática de España.

La tozudez de la realidad, que nos insta de igual modo a recuperar la sensatez, desmonta muchas de las consignas que se vierten para fortalecer una determinada posición política. Veamos algunas. Cataluña es parte de la Unión Europea (UE) como consecuencia de su pertenencia a España. Una Cataluña independiente no se convertiría de forma automática en miembro de la UE. No es una opinión personal, sino la realidad del marco legal de la Unión, como todos los líderes europeos han expresado a lo largo de las últimas semanas.

Fuera de la UE parece claro que Cataluña tendría serios problemas de estabilidad económica y jurídica. La huida de más de 1.000 empresas en menos de dos semanas así lo pone de manifiesto. El dinero es cobarde y no quiere riesgos. Lo cual ha provocado la caída del mito del maná de una economía catalana autónoma. Un mercado de 7 millones de catalanes es menos interesante que un mercado de 40 millones de españoles o 500 millones de europeos. La UE es la economía más grande del mundo. Un mercado abierto, sólido y confiable.

Otro hecho que ha quedado constatado en estas últimas semanas es la división de opiniones existente en la sociedad catalana. Si bien las elecciones de 2015 dejaron claro que el independentismo logró el 48 por ciento de los votos, la propaganda contínua del separatismo hace creer que los catalanes que quieren dejar de pertenecer a España son una inmensa mayoría de población. Una falsedad que el propio reférendum ilegal dejó claro al conseguir tan sólo un 38 por ciento de votos de la totalidad de catalanes llamados a la consulta. Datos que además están en entredicho dada la falta de rigor del proceso.

Esa división de opiniones ha dado paso, gracias al empeño secesionista por arrinconar a la población catalana que se siente española, a una importante fractura social. Quizá se a esta la más grave de las consecuencias de todo este sinsentido. Una Cataluña dividida, enfrentada y sumida en la protesta contínua, no puede ser una región pujante como lo ha sido históricamente. Aquí es donde la recuperación del ´seny´, la sensatez, es crucial para Cataluña y el resto de España.

Del lado de los gobiernos centrales, también se requiere recuperar la sensatez. Dejar crecer un problema larvado, en una comunidad autónoma con tanta capacidad de autogobierno como es Cataluña, ha llevado el estado de las cosas hasta aquí. Décadas de adoctrinamiento en los colegios, propaganda institucional separatista e incluso la instalación en el exterior de células en busca de apoyos internacionales, no podrían arrojar otro resultado.

Pensar que todo el sentimiento secesionista cultivado por décadas, puede desaparecer por la vía de la legalidad coercitiva sería iluso. El Gobierno tiene que encontrar cauces para demostrar que Cataluña es mucho más dentro de España que aislada. Tienen los partidos constitucionalistas un reto importante dentro del Estado de Derecho, pero con altura de miras para devolver la sensatez y la concordia al pueblo catalán.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución no puede tener como resultado una mayor fractura social en Cataluña. Tampoco puede derivar en una campaña electoral de seis meses en la que los argumentos, aunque destrozados por la realidad, continúen siendo los mismos. Tiene que quedar clara la voluntad de normalizar la vida en Cataluña dentro del marco de convivencia democrática, entendiendo que existen demandas con un amplio respaldo de la población catalana, pero también excesos en la búsqueda de homogeneizar a ese mismo pueblo.


Hay que recuperar la sensatez y ahí los catalanes, todos los catalanes, tienen mucho que decir porque ha llegado su momento.

15 de octubre de 2017

Nosotros, los fascistas

Madrid 12 de octubre de 2017, un joven se aproxima a presenciar el desfile conmemorativo del Día de la Hispanidad. Porta una bandera de España a la que anexa otra con los colores arcoiris de la diversidad sexual. El resto de los asistentes lo saludan amigablemente, algunos “incluso me han pedido tomarse fotos conmigo”, confirma Valentín Garal, orgulloso defensor de la libertad.

Esa misma noche, Valentín accede a una discoteca gay con un lazo con los colores de la enseña nacional. El joven es increpado hasta en cuatro ocasiones por personas de su misma orientación sexual, tachándolo de facha, fascista o pregúntandole de forma despectiva “¿por qué llevas eso?”.

Les da la razón a los que acusan a Valentín el conocido columnista Javier Marías en su hoja parroquial dominical en El País, el medio de comunicación del centroizquierda español. Dice Marías que “siempre que veía gran número de banderas me acordaba de Núremberg” y que esta oleada de banderas españolas es “el despertar de un nacionalismo peligroso que llevaba décadas adormecido”.

Estas afirmaciones procedentes de uno de los líderes intelectuales de la izquierda moderada española no es un caso aislado. Portar una bandera de España es considerado, para una parte de los españoles, un símbolo de pertenencia a la extrema derecha. Dicho de otro modo, los que nos sentimos españoles y lo confirmamos usando la bandera de nuestro país somos unos fascistas.

Nosotros, los fascistas, no increpamos a los que usan la bandera del orgullo gay. Lo respetamos, porque respetamos la diversidad, pero no hacemos alharacas por ello. Quizá sea porque en nuestras filas fascistas militan muchos homosexuales y no los señalamos como tales, sino como uno más. Por el contrario estos repartidores de carnés de fascista, los intelectuales de la izquierda y los portadores de camisetas del Ché Guevara –homófobo de reconodida trayetoria criminal, pero al que se le perdona todo por sus revolucionarias ideas-, tienen la necesidad de repertirnos una y otra vez su rechazo al hetropatricarcado o a la ideología de género.

En esta misma línea, nosotros, los fascistas, somos hombres y mujeres, sin distinción, sin necesidad de anunciar a los cuatro vientos si cumplimos o no con las políticas de paridad de género. No vemos necesario sacar pecho si una mujer es nombrada presidenta, portavoz o alcaldesa. Es algo normal. Por el contrario los repartidores de carnés de fascista, siempre con su actitud de macho alfa, tienen que dejar clara su política de igualdad de genéro, segregando a las mujeres en grupos feministas.

Nosotros, los fascistas, no vamos proclamando nuestra simpatía con esta o aquella minoría, por el contrario las integramos a todas dentro del respeto por la libertad, la democracia y la diversidad. Quizá por eso, los repartidores de carnés de demócrata, necesiten llamarnos fascistas.

A nosotros, los fascistas, nos invade la zozobra cuando vemos el resurgimiento en Europa y América de movimientos de extrema derecha o extrema izquierda, así como las derivas totalitarias que experimentan algunos países. A los repartidores de carnés de fascista, por el contrario, sólo les molestan los movimientos de extrema derecha, mientras que miran con buenos ojos cualquier ascenso de la izquierda totalitaria o los avances de las dictaduras de izquierdas en América Latina.

Quizá lo que los repartidores de carnés de fascista no quieren ver es que nosotros, los fascistas, somos demócratas convencidos, nacidos, criados o defensores del Estado de Derecho; somos de izquierda, de centro y de derecha; somos hombres y mujeres adinerados, de clase media y pobres; heterosexuales y homosexuales; católicos, evangélicos, judíos, musulmanes, agnósticos y ateos. No quieren ver que la sociedad española ha evolucionado y superado la larga noche de la dictadura hace mucho tiempo. Que enarbolar nuestra bandera es un síntoma de normalidad democrática, como lo es en Japón, en Grecia, en Venezuela o en Francia.

Nosotros, los fascistas, somos, al fin y al cabo, personas que, sin sectarismos, sin rencores, sin resentimientos, pero también sin miedo, creemos en la libertad, en la democracia y en el Estado de Derecho. Quizá por eso nos llamen fascistas. ¡Ya basta!.

24 de septiembre de 2017

¿Dónde están los catalanes?

El 27 de septiembre de 2015 los catalanes fueron llamados a las urnas –los catalanes han acudido a las urnas tres veces en menos de dos años- para elegir al gobierno autonómico por medio del sistema de representación parlamentario. Los partidos independentistas (Junts Per Si y CUP) obtuvieron un 47,8 por ciento de los sufragios. Debido al sistema electoral que distribuye los votos de forma no proporcional, los soberanistas obtuvieron un 53,33 por ciento de los escaños parlamentarios en juego y formaron gobierno.

Las negociaciones para componer este gobierno de corte independentista, culminaron con la designación de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat de Cataluña, el cual no se presentó a las elecciones. Dicho de otro modo, los catalanes tienen como presidente autonómico a un señor que ni siquiera era candidato, sino que llegó al poder por medio de negociaciones entre partidos.

La mayoría de los catalanes que no votaron por partidos independentistas guardó silencio, como lo guardan ahora. Muchos amedrentados por la virulencia con la que ejercen sus derechos de libertad de expresión y manifestación una parte de los vencedores en aquella contienda electoral: los partidarios de extrema izquierda agrupados en torno a la formación anticapitalista denominada Candidatura de Unidad Popular (CUP) y a los que se unen los militantes más radicales de Ezquerra Republicana de Cataluña (ERC).

La fractura de Cataluña quedó evidenciada en las elecciones de 2015 y ha ido en aumento desde entonces. Los independentistas, con su pírrica victoria en la contienda electoral, han ido capitalizando espacios de opinión e invadiendo todos los ámbitos de la vida pública catalana. Desde las instituciones catalanas, hasta la educación.

Esta apropiación de lo público ha contado en gran medida con el apoyo de la marca local del partido nacional de izquierda populista Podemos, En Comú Podem, que gobierna en varios municipios catalanes, destacando la alcaldía de Barcelona. Una agrupación que se opone a la independencia pero que apoya la convocatoria de un referéndum. Esta posición ambivalente sirve a los populistas para captar votos en las revueltas aguas de la política catalana.

Este adueñamiento institucional del independentismo, ha creado una imagen falsa de Cataluña y los catalanes, de forma que se nos hace creer que todos los catalanes quieren la independencia de España. Las urnas indican que es falso: la mayoría de los catalanes no votó por partidos independentistas.

Sin embargo, esa mayoría de catalanes permanecen en silencio. Como en silencio permanecen también otros muchos catalanes que, aunque son partidarios de la celebración de un referéndum legal, no al margen de la ley como el convocado por los independentistas, son personas moderadas y sensatas que ven cómo la convivencia en Cataluña se va deteriorando a pasos agigantados.

Parece que los partidos moderados catalanes, integrantes de la antigua Convergencia y Unió (CiU), hoy en vías de extinción, no quieren ver que sus aliados en este intento de quebrar España, son grupos radicales que poco a poco van tomando el control de la situación. No parecen darse cuenta de que, en el remoto escenario de una independencia catalana, ellos exigirán el poder. “Nosotros conseguimos la independencia, ahora queremos el poder”, será la frase que tendrán que soportar los catalanes, todos los catalanes, si continúan dejando el protagonismo a los radicales.

Adicional a lo anterior, está la escalada de tensión que viene generando el independentismo en su pulso contra el estado de derecho. Este movimiento táctico, crea un sentimiento de posibilidad entre muchos catalanes que ven cerca la independencia. No parecen ser conscientes de la gravedad de la ruptura unilateral que promulgan los líderes radicalizados del independentismo. La frustración de una parte importante, aunque minoritaria y resentida, de la sociedad catalana ante la imposibilidad de la independencia, puede tener graves consecuencias en términos de violencia.


Ante este sombrío escenario, no para la unidad de España, si no para el futuro de Cataluña. Llega la hora de que los catalanes levanten su voz de forma pacífica contra la deriva radical a la que los conduce el independentismo. Muchos se escudan en la posición cómoda de la llamada al diálogo. Otros tienen miedo porque saben que serán señalados como botiflers –apelativo del siglo XVIII con el que se insulta a los contrarios a la independencia-. Pero que los catalanes nunca olviden que ellos son más y tienen el apoyo del resto de los españoles.