9 de abril de 2020

La otra pandemia

Vivimos tiempos convulsos de pandemia, cuarentena, alejamiento social y otros males, quizá el peor sea el que nos ofrecen diariamente todos los medios: las estadísticas. Casos diarios, muertos diarios, recuperados diarios, etc. Como siempre los datos sueltos y aislados no significan mucho. A este respecto, a los interesados en la raíz profunda de la estadística popular, voy a recomendar la lectura de El tigre que no está. Un paseo por la jungla de la estadística, de Michael Blastland y Andrew Dilnot, Turner 2009. Así, en Costa Rica, vemos con cierto grado de tranquilidad, cuando no de satisfacción, la lenta escalada de la pandemia. Sin embargo, a las estadísticas diarias o acumuladas de parte, hay que meterlas en ciertos contextos: el primero el del volumen de pruebas realizadas. Un dato que los propios responsables políticos han relegado a la insignificancia para no alarmar. En Costa Rica se han realizado 1.053 pruebas por cada millón de habitantes desde que inició la crisis. Panamá ha hecho 2.386, Chile 3.156 y Uruguay 1.550 test por cada millón de personas. El dato es relevante.

La cuestión es que se toman datos se dividen por otros y se comparan. Costa Rica es el país con menos muertos por afectados por coronavirus del mundo. Un dato estadístico como si decimos que Corea del Sur es el país que tiene menos muertos por test realizados. Cada país ha tomado medidas diferentes ante la situación. Desde la negación de España hasta el 15 de marzo, con 196 muertos en las morgues, hasta la extrema cautela de Israel, cerrando fronteras a finales de febrero.

Lo que preocupa es que estos datos, pensemos que creíbles y positivos, están generando un discurso con un importante peligro para el futuro del país. Hablo del discurso de la “épica del 48” -o la del 49, según el autor-, por el que estos datos y sus estadísticas (de parte) son el fiel reflejo de un modelo de Estado paternalista, protector, bienhechor, con una “mísitica” -palabro que gusta mucho pronunciar a Román Macaya- única de esforzadas  mujeres y hombres, funcionarias y funcionarios, luchadoras y luchadores, ¡oh!. La arenga, la narrativa épica, el relato heroico es necesario sin duda para levantar el ánimo de la población, recluida en casa y llena de incertidumbres.

Lo importante es que detrás de esas mujeres y hombres que están dando más de lo que se les pidió -personal sanitario, policías, transportistas, empleados de comercio y restaurantes, públicos y privados-, a los que aplaudimos cada noche escuchando el himno nacional en mi barrio, pretenden esconderse otros cuyo único mérito es recibir un salario público y garantizado. No son pocos los que están cayendo en el error de creer en esa epopeya del Estado maravilloso que, sufragado con impuestos, tasas y contribuciones, está respondiendo ante una crisis sanitaria nunca vista. Sí, la sanidad, la educación, las seguridad y la justicias públicas son irremplazables, pero no sumemos a esos servicios la inmensidad de un Estado anquilosado y monstruoso.

No, no escuchemos esos cantos de sirena de que toda la estructura estatal es la salvadora de una situación límite. Estamos hablando del encomiable trabajo de una serie de trabajadores amparados por lo público, pero sufragrados desde lo privado. No, no pongamos en la misma balanza a cualquiera que percibe un salario bajo unas siglas, ahora consideradas intocables. Recordemos que miles de ciudadanos, que pagan por este servicio la contribucion legal establecida, tienen que recurrir de forma habitual a servicios de sanidad privados para evitar largas listas de espera, en ocasiones con resultados catastróficos.

Tampoco dejemos de lado que Costa Rica ya cuenta con un Estado enorme, desproporcionado, con salarios muy superiores a los del sector privado, duplicidad de funciones e ineficiencias por doquier. No olvidemos que ya en 2008-2009 sufrimos la epidemia de vanagloriar lo público, que generó miles de nuevos funcionarios y grandes incrementos salariales que seguimos pagando por la vía de la deuda pública, hoy con categoría de bono basura. Aún perdura en mi memoria -y en la hemeroteca- aquel artículo del entonces presidente del BCCR, Francisco de Paula Gutiérrez, que insistía en que la crisis de 2008 no iba a afectar a Costa Rica. Luego llegó el Gobierno de Oscar Arias a inflar el Estado para que, en efecto, la crisis pasara de puntillas por aquí, ya la pagarían otros.

Hoy Costa Rica se aboca a una crisis económica importante, quizá no tan larga como pronostican algunos. La cuestión es que es una crisis que nos agarra saliendo de otra, de una pronunciada crisis fiscal aún sin resolver por la falta de medidas de ajuste y de reformas estructurales, más allá de una reforma fiscal. Sería dramático que ésta crisis sanitaria desembocara, merced a una trasnochada épica estatista, en una pandemia política y social irreparable. Una situación en la que olvidemos que es el sector privado el que genera la inmensa mayoría del empleo en nuestra economía. Un escenario en el que demos prioridad a un Estado fuerte pero con claras prioridades: salud, educación, seguridad, justicia e infraestructura. Un Estado eficaz y eficiente que pueda hacer frente a nuevas crisis, pero también a proveer de iguales oportunidades a todos sus ciudadanos.