Los acontecimientos recientes nos invitan a tomar un poco de
distancia de todo lo que viene sucediendo desde el 6 de septiembre en España,
en Cataluña. La distancia que nos ofrecen los hechos, ya consumados, para
recobrar la sensatez propia de una de las democracias más fuertes del mundo.
Esto del nivel democrático de España no lo digo yo, lo dice el semanario
económico más prestigioso del mundo The
Economist en su Democracy Index 2016.
Nuestro país está
en el puesto 17 de 167 países, por delante de Francia o Japón, por ejemplo.
Quizá este sea el primer paso hacia la sensatez perdida:
reconocer que España es una democracia mejorable, como todas, pero que funciona
con total normalidad. El pacto constitucional de 1978 no ha dado malos frutos,
por mucho que ahora nos empeñemos en revisarlo ante cualquier visicitud propia
del Estado de Derecho. Como digo mejorable, pero afirmar que es inválido,
sencillamente es faltar a la verdad o intentar deslegitimar la solidez
democrática de España.
La tozudez de la realidad, que nos insta de igual modo a
recuperar la sensatez, desmonta muchas de las consignas que se vierten para
fortalecer una determinada posición política. Veamos algunas. Cataluña es parte
de la Unión Europea (UE) como consecuencia de su pertenencia a España. Una
Cataluña independiente no se convertiría de forma automática en miembro de la
UE. No es una opinión personal, sino la realidad del marco legal de la Unión,
como todos los líderes europeos han expresado a lo largo de las últimas
semanas.
Fuera de la UE parece claro que Cataluña tendría serios
problemas de estabilidad económica y jurídica. La huida de más de 1.000
empresas en menos de dos semanas así lo pone de manifiesto. El dinero es cobarde
y no quiere riesgos. Lo cual ha provocado la caída del mito del maná de una economía catalana autónoma. Un mercado
de 7 millones de catalanes es menos interesante que un mercado de 40 millones de
españoles o 500 millones de europeos. La UE es la economía más grande del
mundo. Un mercado abierto, sólido y confiable.
Otro hecho que ha quedado constatado en estas últimas
semanas es la división de opiniones existente en la sociedad catalana. Si bien
las elecciones de 2015 dejaron claro que el independentismo logró el 48 por
ciento de los votos, la propaganda contínua del separatismo hace creer que los
catalanes que quieren dejar de pertenecer a España son una inmensa mayoría de
población. Una falsedad que el propio reférendum ilegal dejó claro al conseguir
tan sólo un 38 por ciento de votos de la totalidad de catalanes llamados a la
consulta. Datos que además están en entredicho dada la falta de rigor del
proceso.
Esa división de opiniones ha dado paso, gracias al empeño
secesionista por arrinconar a la población catalana que se siente española, a
una importante fractura social. Quizá se a esta la más grave de las
consecuencias de todo este sinsentido. Una Cataluña dividida, enfrentada y sumida
en la protesta contínua, no puede ser una región pujante como lo ha sido
históricamente. Aquí es donde la recuperación del ´seny´, la sensatez, es
crucial para Cataluña y el resto de España.
Del lado de los gobiernos centrales, también se requiere
recuperar la sensatez. Dejar crecer un problema larvado, en una comunidad
autónoma con tanta capacidad de autogobierno como es Cataluña, ha llevado el
estado de las cosas hasta aquí. Décadas de adoctrinamiento en los colegios,
propaganda institucional separatista e incluso la instalación en el exterior de células en busca de apoyos internacionales, no podrían arrojar otro resultado.
Pensar que todo el sentimiento secesionista cultivado por
décadas, puede desaparecer por la vía de la legalidad coercitiva sería iluso. El
Gobierno tiene que encontrar cauces para demostrar que Cataluña es mucho más
dentro de España que aislada. Tienen los partidos constitucionalistas un reto
importante dentro del Estado de Derecho, pero con altura de miras para devolver
la sensatez y la concordia al pueblo catalán.
La aplicación del artículo 155 de la Constitución no puede
tener como resultado una mayor fractura social en Cataluña. Tampoco puede
derivar en una campaña electoral de seis meses en la que los argumentos, aunque
destrozados por la realidad, continúen siendo los mismos. Tiene que quedar
clara la voluntad de normalizar la vida en Cataluña dentro del marco de
convivencia democrática, entendiendo que existen demandas con un amplio
respaldo de la población catalana, pero también excesos en la búsqueda de
homogeneizar a ese mismo pueblo.
Hay que recuperar la sensatez y ahí los catalanes, todos los catalanes, tienen mucho que decir porque ha llegado su momento.
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