¡Qué viene el lobo!. Gritaban hace meses, quizá años, pero no quisieron escuchar.
A finales de enero veíamos como Italia y China estaban sumidos en la pandemia, pero unos miraban para otro lado y otros hacían chistes en las tribunas televisivas y digitales del régimen. De ese régimen joven y siniestro instaurado en diciembre. Digo siniestro por lo izquierdista, no vaya a ser que alguien crea que voy a romper yo ahora mi corrección política. Inexistente por otro lado.
Mientras se amontonaban los cadáveres en Wuhan y en Italia empezaban a cerrar tratorías, que son las ventas de España, un hombre peludo, con voz de tertuliano sabio de la crónica rosa y con pinta de profesor universitario buena gente se hacía famoso. "Aquí no pasa nada", decía el tal Simón con una sonrisa pícara, esa que ponía el profesor de Historia cuando contaba alguna maldad de los Habsburgo. "Si acaso, algún caso aislado", repetía por si acaso a alguien no le había quedado claro que aquello era un virus de temporada, una gripe pasajera, un catarro de primavera.
Así, los españoles continuaron con su vida de calle, de bares, de fútbol -de clásico, ¡menuda horterada!- y de manifa en aquella primavera adelantada y cortísima. Y el lobo seguía suelto mientras el virus campaba por su respetos. En los campos de la Liga de las Estrellas, en los conciertos del artista del momento, en ARCO, que es la feria de los marchantes de arte y los políticos a expensas de los artistas consagrados y los que buscan consagrarse. Y, por supuesto, en el agit-prop que ahora es patrimonio del régimen y no del pueblo. El 8 de marzo ya había siete muertos por coronavirus en España, pero seguro eran viejos de esos que votan a la deresha, que decía el malogrado Alfonso Guerra.
Una semana de vino, rosas, furbo y propaganda fue suficiente para que el virus tumbara a un país de cerca de 50 millones de almas. En una semana Simón no intuía lo famoso que iba a ser, por mucho que recibiera decenas de llamadas al día. De aquellos polvos vinieron estos muertos -5.812 cuando escribo estás líneas-.
Desde ahí todo es una nebulosa de enfermedad, muerte y encierro, trenzada en el pelo anillado de Simón, bajo la mirada afilada y risueña de José Luís Ábalos y el gesto peliculero de Pedro Sánchez, que procura no salir nunca con ellos, para no contagiarse. Pero el que contagia es él. Un salto al vacío de un país al que el coronavirus despertó de un largo sueño, aunque quizá no haya despertado, sino que haya mutado en pesadilla, que no es lo mismo que estar despierto.
Ahora, los que no quisieron ver venir al lobo, conviven plácidamente con él y se enfrentan a la duda existencial de otra fábula: la de los dos conejos. Así, entre ellos se preguntan sin son galgos o son podencos, es decir, si es lo público o lo privado lo que importa para sacarnos del atolladero. Mientras, el lobo sigue haciendo de las suyas, riéndose a carcajadas mientras escucha la diatriba de los conejos. Y Simón continúa saliendo cada día, con su camisa a cuadros de funcionario aseado, pero con la cara cada vez más cansada por los infectados y las infectadas, por los muertos y las muertas.
Va a ser complicado acabar con el coronavirus en España, sobre todo porque el lobo está en el Gobierno.
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