A finales de enero veíamos como Italia y China estaban sumidos en la pandemia, pero unos miraban para otro lado y otros hacían chistes en las tribunas televisivas y digitales del régimen. De ese régimen joven y siniestro instaurado en diciembre. Digo siniestro por lo izquierdista, no vaya a ser que alguien crea que voy a romper yo ahora mi corrección política. Inexistente por otro lado.
Mientras se amontonaban los cadáveres en Wuhan y en Italia empezaban a cerrar tratorías, que son las ventas de España, un hombre peludo, con voz de tertuliano sabio de la crónica rosa y con pinta de profesor universitario buena gente se hacía famoso. "Aquí no pasa nada", decía el tal Simón con una sonrisa pícara, esa que ponía el profesor de Historia cuando contaba alguna maldad de los Habsburgo. "Si acaso, algún caso aislado", repetía por si acaso a alguien no le había quedado claro que aquello era un virus de temporada, una gripe pasajera, un catarro de primavera.

Una semana de vino, rosas, furbo y propaganda fue suficiente para que el virus tumbara a un país de cerca de 50 millones de almas. En una semana Simón no intuía lo famoso que iba a ser, por mucho que recibiera decenas de llamadas al día. De aquellos polvos vinieron estos muertos -5.812 cuando escribo estás líneas-.

Ahora, los que no quisieron ver venir al lobo, conviven plácidamente con él y se enfrentan a la duda existencial de otra fábula: la de los dos conejos. Así, entre ellos se preguntan sin son galgos o son podencos, es decir, si es lo público o lo privado lo que importa para sacarnos del atolladero. Mientras, el lobo sigue haciendo de las suyas, riéndose a carcajadas mientras escucha la diatriba de los conejos. Y Simón continúa saliendo cada día, con su camisa a cuadros de funcionario aseado, pero con la cara cada vez más cansada por los infectados y las infectadas, por los muertos y las muertas.
Va a ser complicado acabar con el coronavirus en España, sobre todo porque el lobo está en el Gobierno.
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