Tengo que confesar varias cosas. Soy varón, caucásico –sin
el cuello rojo-, heterosexual y católico, voy a misa los domingos. Además me
gusta el toreo, no soy vegano, no consumo productos órganicos de forma
sistemática y tampoco tomo cerveza artesanal, de hecho casi no tomo cerveza. No
pertenezco a ninguna ONG y tampoco soy activista de nada, que yo sepa. Dicho de
otra forma, no formo parte de ninguna minoría.
Pero nada de eso supone una gran revelación. Mi mayor
confesión es que no siento ninguna simpatía, así, de entrada, por las causas
políticamente correctas. Los asuntos que se tratan en la vida pública son
complejos y no se pueden simplificar con un sí o un no, por mucho que la
presión de la opinión pública nos lo reclame.
Si me hablan del cambio climático, estoy convencido de que
hay que preservar el medioambiente, pero sin aspavientos y con ejemplos
concretos. La realidad es que estamos destruyendo el planeta, pero el ritmo de
destrucción se ha visto aminorado de forma importante a lo largo de los últimos
años. Sobre todo gracias a importantes avances tecnológicos y a los cambios en
el grado de industrialización que estamos viviendo. Ya Al Gore nos demostró que
escribir libros y publicar videos de ciencia
ficticia sobre el tema, a la vez que se paseaba por el mundo emitiendo CO2
con su avión privado, es rentable.
Si leo sobre el enorme
problema de los desahucios de viviendas en España, creo que hay que
analizar caso por caso. Es curioso que para un fenómeno que tantas portadas ha
generado, no existan datos exactos de cuántas personas se han visto forzadas
por los cuerpos de seguridad del Estado a abandonar su vivienda habitual por
impago. Los activistas antidesahucios,
aún sin datos, nos dejan claro que, detrás de su altísima preocupación por los
que no pagan su hipoteca, hay una agenda política paralela, cuando no, una
forma de vida a cuenta de los presupuestos del Estado.
Si me preguntan por el control de armas de fuego en los EE
UU, les recomiendo ver las estadísticas de personas que mueren en ese país como
consecuencia de un balazo: 10,54 muertos por cada 100,000 habitantes en 2014.
España tuvo 0,62. Hablan por sí solas.
Si el tema es el maltrato animal soy contrario a la
violencia gratuita contra los animales. Pero admiro el arte del toreo, una
cultura que tiene al animal en su cúspide, lo cual no entienden sus
detractores. Menos aún los que jamás se han acercado a conocer cómo vive y cómo
muere el toro de lidia. Tampoco me interesan las luchas civiles en pro de los
animales, cuando hay tantos humanos sufriendo en el mundo.
Si escucho hablar de la discriminación hacia las mujeres,
igualmente creo que no se puede generalizar. ¿Existen menos mujeres en cargos
importantes en el ámbito público y privado que hombres?. Sí. Al igual que la
población reclusa masculina en España es casi 13 veces superior a la femenina.
No, no somos iguales. Pero si queremos defender la igualdad entre sexos, quizá
debamos empezar por dejar de permitir el trato de inferioridad, casi de
esclavitud, que algunas culturas dan a las mujeres.
Vivimos, los occidentales, en el nivel de vida más alto de
la Historia. Ni los reyes ya en el siglo XIX contaban con las comodidades a las
que puede acceder cualquier individuo de clase media hoy en día. El grado de
libertad de las personas es altísimo. Podemos votar a nuestros representantes,
informarnos libremente, buscar en Internet cualquier dato, opinar sobre
cualquier asunto, etc. Todo esto lo consideramos absolutamente normal cuando
vivimos amparados bajo la democracia capitalista de Occidente.
No obstante, continúan existiendo fuertes desigualdades en
nuestra sociedad, aunque quizá no tan agravadas como las que vivían nuestros
antepasados. Sobre todo cuando la mayoría de los estados occidentales ponen
todos los medios a su alcance para que los ciudadanos tengan sus necesidades
básicas cubiertas. Subsidios, ayudas, subvenciones, servicios gratuitos, apoyo
social, etc. A todo ello también se ha ido acostumbrando la gente, especialmente
en Europa. Muchos piensan que determinados privilegios del sistema democrático
capitalista son derechos irrenunciables.
Sin embargo, también existen amenazas al estilo de vida
libre y acomodado de Occidente. Muchas de esas amenazas proceden precisamente
de la fuerza que las minorías, defensoras de lo políticamente correcto, han ido
alcanzando en nuestra sociedad. Estas han ido ganando poder y generando
conciencias parcializadas acerca de determinados aspectos de nuestro estilo de
vida.
Lo políticamente correcto surge como una nueva forma de
cercenar la libertad de los individuos, que sienten el deseo de agradar a todas
y cada una de las minorías que nos señalan lo que es moralmente aceptable y lo
que no. Nos sentimos culpables por comer carne, por ver espectáculos incorrectos, por tener un determinado
color de piel, e incluso porque asesinen a decenas de nuestros semejantes
individuos que “no lograron integrarse en
nuestra sociedad” libre y democrática, como alguien decía por ahí tras el
reciente atentado yihaidista de Niza.
Nuestras preocupaciones ya no son alimentarnos, tener un
techo y vestido, sino que tenemos ambiciones y perseguimos objetivos mucho más
complejos. Estos nobles fines que inspiran a los firmes seguidores de lo
políticamente correcto, no pueden contemplar ningún atisbo de ataque hacia lo
que somos como civilización occidental. No pueden crear una culpabilidad que
nos englobe a todos como sociedad, imperfecta, por supuesto, pero libre,
democrática y plural.
No nos dejemos culpabilizar, no nos dejemos amedrentar.
Aunque seamos, como yo me declaro, miembros de una minoría políticamente
incorrecta.
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