18 de mayo de 2010

Monarquía bananera


Cuando se escucha la expresión "república bananera" la mente se sitúa de forma automática en un paradisíaco país tropical, en el que unas cuantas familias rigen la vida del resto de los ciudadanos sin que a nadie importe demasiado. Uno piensa en una nación emprobrecida que necesita de la tutela -y los préstamos- del Fondo Monetario Internacional (FMI) para salir adelante. Incluso los más proclives a la socialdemocracia predominante, no dudan en protestar en cuanto cualquier potencia tiene la osadía de intervenir en los asuntos internos de la denominada "república bananera".

España no es una "república bananera". Para empezar porque en España al jefe de Estado no lo eligen los ciudadanos, sino que es designado por línea sucesoria, por obra y gracia de un dictador que murió hace ya 35 años. Por tanto, la denominación "república" no tiene aplicación. Para colmo los que reclaman un estado republicano a lo que se refieren es a una suerte de pseudodemocracia como la que nos llevó al más devastador episodio de nuestra Historia y que desembocó en una dictadura de casi cuarenta años.

Salvando el nominativo republicano, resulta que España ha pasado, en apenas tres años, de ser un país admirado a convertirse en una nación tutelada por el FMI y en cuyos asuntos económicos han tenido que intervenir Alemania, Francia, EE UU y ¡China!. Así es. A lo largo de los últimos días, los presidentes de todos esos países han llamado a Rodríguez Zapatero para indicarle que tenía que tomar medidas ante la preocupante situación económica de España. Con un déficit superior al 11 por ciento del Producto Interior Bruto y sin perspectivas de mejora, la credibilidad del país se desmoronaba por momentos. Una situación que hacía temer una nueva catástrofe en los mercados mundiales.

En cualquier país bajo la despectiva denominación de "república bananera" la intervención de líderes extranjeros en asuntos internos, como lo hicieron en el caso español Merkel, Sarkozy y, especialmente, Obama, hace unos días, hubiese provocado una reacción popular de magnitudes considerables. La izquierda se hubiese lanzado a las calles. La derecha habría apelado al sentimiento nacional y movido ficha para que el presidente se viese obligado a dimitir. Pero aquí, en esta monarquía bananera, no ha ocurrido absolutamente nada.

Pero voy más lejos. Ayer mismo la familia gobernante de un país latinoamericano, cuya capacidad para gobernarse sin el apoyo de los organismos internacionales está más que cuestionado, se permitió poner en tela de juicio la Justicia española por sentar en el banquillo al apartado juez Baltasar Garzón. Casi al mismo tiempo, Marruecos aprovecha para reclamar la soberanía sobre Ceuta y Melilla.

En medio de todo esto, el denominado por propios y extraños "mejor ministro" del momento, José Blanco, se dedica a dar entrevistas en la prensa rosa. Ver para creer.

España va camino de consagrarse como la primera monarquía bananera del posmodernismo... si es que no lo somos ya.

20 de abril de 2010

Los franquistas


No, no caigamos en el error. Baltasar Garzón, ex-diputado del PSOE, no estaba mínimamente interesado en desenterrar a los muertos de la época más oscura de nuestra Historia reciente. Si fuera así hubiese admitido a trámite querellas de todos los colores: nacionales contra republicanos, republicanos contra nacionales, republicanos contra republicanos y nacionales contra nacionales. Porque de todo hubo en aquella lamentable contienda que tanto parecen añorar algunos ahora.

Garzón, junto con su recién nacido club de admiradores -¡qué lejos aquellos tiempos de los GAL!-, no están nada interesados en esos muertos, ni en sus familiares. A ellos lo que les interesa es desenterrar al muerto más cotizado de todos: a Francisco Franco. De hecho lo han logrado. No hay más que echar un vistazo a los titulares del oficialismo progresista patrio, o a las tertulias radiofónicas y televisivas de los comunicadores ungidos por el halo divido de la socialdemocracia, para darse cuenta de que el desenterrado aquí ha sido el dictador. Se conoce que lo echan de menos.

Aunque en realidad de lo que se trata no es de volver a pasear al caudillo por los platós, sino que lo que se pretende es trasladar a la sociedad española al enfrentamiento fratricida. Imbuir a los españoles en un ambiente de tensión, de odio visceral, de estas-conmigo-o-estás-contra-mi. Por eso hablan de "linchamiento" de ese juez-objeto en el que se ha convertido Garzón. De ahí que insulten a los miembros del Tribunal Supremo y pongan en tela de juicio la propia esencia de la democracia, que es la división de poderes. Eso sí, siempre y cuando las resoluciones judiciales no sean de su conveniencia.

Resulta patético ver cómo se repite hasta la saciedad la consigna básica de todo este circo: "Se está juzgando a Garzón por investigar los crímenes del franquismo". Falso, falso y cien veces falso. Este señor está en el banquillo, entre otras cosas, por haber instruido, presuntamente a sabiendas, una causa para la cual no era incompetente. Amén de hacerlo sabiendo, presuntamente, insisto, que existe una ley que zanjó esos crímenes durante la transición.

Poco importa que la verdad sea diferente de la que cuentan y que el rutilante juez esté además imputado por otros dos delitos. Pero la verdad no puede ensombrecer una buena consigna. Menos aún para la plana mayor del propagandismo del régimen, de esos Goebbels mancomunados que usufructúan los privilegios del poder en forma de subvenciones, publicidad institucional, contratos televisivos o cargos oficiales.

Peor aún es la banda de palmeros que les sigue enfervorizada por salones de actos y plazas de capital de provincia. Estos ni tan siquiera conocieron la dictadura y ahora son capaces de desgañitarse con tal de rememorar aquellas míticas carreras delante de los grises. No, tampoco sus mentores corrieron en el 68, la mayoría la única carrera que entendían era la de medrar a la sombra del régimen, cuando no eran apenas criaturas de primaria.

Sí, el franquismo ha vuelto. Lo han traído aquellos que no tuvieron ocasión de luchar contra él, dado que se encontraban amparados bajo él, o estaban en edad poco propicia para ello o, simplemente. Ahora se ven obligados a rescatarlo, no vaya a ser que alguien se dé cuenta de sus enormes privilegios ahora que están en el poder.

5 de abril de 2010

Semana Santa, ejemplo de simbiosis de los sectores público y privado


No son pocos los que dudan a estas alturas, de que la Semana Santa, sus desfiles procesionales, son, amén de un evento religioso de primer orden, uno de los mayores acontecimientos culturales y turísticos de Andalucía. Sobre todo en Granada, Málaga y Sevilla. A muchos parece molestar la implicación de las administraciones públicas en este tipo de manifestaciones culturales y religiosas. Por lo que no resulta descabellado analizar en términos de gasto público esta destacada fecha.

Mucho más allá de las cifras que todos los años se publican, sobre el volumen de negocio que generan las procesiones para las empresas del sector de la hostelería, o acerca del coste de ir vestido de nazareno, analicemos el fenómeno en términos de colaboración entre la iniciativa pública y privada.

Hay que tener presente que los desfiles procesionales nacen hoy en día de la iniciativa privada de las hermandades, las cuales sufragan con el aporte de sus cofrades y benefactores el coste de poner en la calle los pasos y tronos. Se trata, por tanto, de un acto religioso y cultural pagado desde el sector privado, algo que los detractores de la Semana Santa olvidan. Quizá estén demasiado acostumbrados a que sea la subvención pública la que haga posible casi con absoluta exclusividad la puesta en escena de exposiciones, representaciones y producciones culturales patrias.

El sector público, por su parte, realiza una contribución esencial como facilitador de las procesiones. Desde la organización del tráfico, hasta el engalanado de las ciudades, pasando por la limpieza y alumbrado de los recorridos. Se trata de una importante aportación económica pública que complementa la que realiza el sector privado. Una simbiosis difícil de encontrar en otros ámbitos económicos.

Y afirmo que se trata de una simbiosis porque ambas partes obtienen su particular beneficio de la relación. Los cofrades porque sin el concurso público difícilmente podrían llevar a cabo su actividad por excelencia. El sector público, principalmente los ayuntamientos, porque obtienen la mayor proyección turística para sus ciudades, además de facilitar a sus ciudadanos en general un acontecimiento cultural seguido de forma mayoritaria.

Si comparamos el coste que tiene para las administraciones públicas el apoyo que prestan a las procesiones de Semana Santa, con el tremendo impacto económico que tiene esta actividad para mayoría de las ciudades en las que se celebra, veremos que se trata de una inversión más que rentable. Más aún si lo comparamos con el coste/impacto que tiene otras actividades culturales o de promoción turística a las que tan acostumbrados nos tiene el sector público.

Un ejemplo a seguir, sin duda, pero que mucho me temo que no va a cundir entre los círculos culturales, los cuales prácticamente viven de la subvención pública.

11 de marzo de 2010

La falacia del gasto público


Hace tiempo que se viene produciendo un falso debate acerca del papel que juega el Estado como principal actor de la economía de un país. Unos hablan de la imperiosa necesidad de que el Estado sea cada vez más grande y hablan de redistribución de la riqueza o de prestación de servicios básicos. Otros hablan de liberalismo y de menor papel del Estado -entendido como el conjunto de las administraciones públicas- en la economía. Pero la discusión es ficticia.

A cuenta de la subida de los impuestos aplicada por el Gobierno -subió el de la renta y los especiales y el siguiente será el IVA- este artificial debate se ha reabierto. Por un lado los que apoyan más y más gasto público dicen que esta subida de los impuestos sirve para mantener los servicios que presta el Estado. Falso. Esos servicios básicos, a saber, educación, sanidad, infraestructuras, seguridad y justicia, suponen aproximadamente un 18 por ciento del PIB, sin embargo, la presión fiscal ronda el 32 por ciento del PIB. En otras palabras, que el Estado en España recauda casi el doble de lo que gasta en esos "servicios básicos".

Los que defienden que no se suban los impuestos afirman que hay que poner encima de la mesa un plan de austeridad, es decir, gastar menos en lugar de intentar recaudar más. Tienen razón. Sin embargo rehuyen poner el cascabel al gato y lo único que se les ocurre es solicitar la reducción de cargos de confianza. Medida que, por otra parte, ellos no aplican en los ayuntamientos y comunidades autónomas que dirigen. Sin ir más lejos hoy se ha publicado que el Ayuntamiento de Madrid mantiene más de 1.500 puestos de libre designación, es decir, de confianza.

Y es que la realidad de nuestro panorama político nos dice que a nadie le interesa hablar abrir ese debate acerca del papel del Estado en la economía. Los políticos se han acostumbrado al coche oficial, a la televisión pública y la propaganda institucional como plataforma publicitaria partidista, a la subvención como fórmula para ganar simpatías y a la contratación masiva de miembros del partido para controlar los resortes del poder y como fórmula de clientelismo interno.

Por eso todas las afirmaciones que venimos escuchando sobre la necesidad de mantener o reducir el gasto público no más que el lejano eco de un debate artificial que ningún político en España se atrevería a abrir de verdad. Muchos periodistas, incluso de los más avezados y supuestamente incisivos, caen rápidamente en el mensaje fácil y hablan de mantenimiento de servicios básicos o de lo poco que supondría para mejorar las cuentas públicas reducir cargos de confianza. Al fin y al cabo no son más que los portavoces de las consignas que se lanzan desde PSOE y PP.

No nos engañemos. España no necesita una subida de impuestos, sino una profunda revisión del papel del Estado en la economía.

2 de marzo de 2010

Obteniendo resultados en política internacional


Hoy la Audiencia Nacional ha certificado lo que era un secreto a voces: el régimen dictatorial de Hugo Chávez apoya el terrorismo internacional, incluida ETA. La noticia ha caído como un jarro de agua fría en la filas del Gobierno.

Si la semana pasada era la muerte de Orlando Zapata en manos de la dictadura cubana de la familia Castro, hoy es la revelación de que uno de los principales aliados de España protege a miembros de la banda terrorista que ha asesinado a más de 800 españoles. Lo de Zapata se saldó con una tibia condena, casi indirecta. Rodríguez tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para reprender a su admirada familia Castro.

Lo de hoy ha sido diferente. Ante la evidencia palmaria -no en vano uno de los últimos etarras detenidos en Francia no fue deportado desde Venezuela a España a petición del gobierno de Aznar en 1998 y se le otorgó la nacionalidad bolivariana-, el Gobierno ha pedido explicaciones a Caracas. La respuesta no se ha hecho esperar. El régimen venezolano considera "inaceptable" que se le acuse de colaborar con ETA.

Sin que el Ejecutivo español haya contestado por el momento, lo lógico en estos casos es llamar a consultas al embajador en Venezuela. Claro que no me extrañaría que sea Chávez el que se adelante y haga lo propio, ofendido por tan "injusta" acusación. ¿Cómo se atreve un tribunal español de señalarlo a él, todopoderoso heredero de Simón Bolívar, ascendido a los altares del mandato vitalicio por la vía del sufragio presuntamente universal, como sospechoso de nada?. Ahora escucharemos los discursos del antiimperialismo, de los "vendedores de espejos" o del genocidio colombino. Aquí encajaremos los golpes, cuando no, los apoyaremos, con esa actitud tan proclive a defender los intereses de los dictadores por parte de los Willies Toledo que pululan por la escena nacional.

La política exterior de España iniciada por Rodríguez hace ya seis largos años empieza a dar sus frutos. Ninguneados en Europa y convertidos en el hazmerreír de dictadores urbi et orbe lo único que nos queda es la famosa Alianza de Civilizaciones, de la que habrá que hablar de nuevo pronto, no vaya a ser que se note mucho.