España, año 2016. Un joven camina por un parque hacia la universidad
pública en la que estudia y por la que paga 720 euros anuales. Es un parque
municipal perfectamente cuidado. Los árboles están bien podados y apenas se ven
unas hojas en el suelo de la ancha acera, señal del otoño que comienza a
sentirse con fuerza. Un cartel pegado sobre una farola del alumbrado público
invita a los estudiantes para que acudan a una manifestación contra los
recortes del Gobierno. A su lado la oferta cultural del Vicerrectorado de
Extensión Universitaria. Destaca el Ciclo sobre Literatura Femenina en Asia.
Una señora de unos 50 años enfila caminando la acera que
desemboca en el Centro Cultural Municipal de su pueblo. Una localidad con algo
menos de 15.000 habitantes, que cuenta con un espacio público de más de 2.000
metros cuadrados, entre los que destaca un auditorio con 600 cómodas butacas.
Allí la señora asistirá de forma gratuita a la proyección de la película Tomates Verdes Fritos, programada por el
Centro de Municipal de Información a la Mujer.
Estas son imágenes cotidianas de la España que no nos
muestran los informativos en televisión, ni las portadas de los períodicos. No
es noticia que la población española goce de innumerables servicios públicos,
en su mayor parte gratuitos o con precios que apenas sufragan una fracción de
lo que recibe el ciudadano por usarlos. La gente está acostumbrada a recibir
todo eso sin cuestionar su origen o su idoneidad. Por el contrario se habla a
diario de recortes gubernamentales,
los cuales ciertamente se han producido, pero nadie explica muy bien en qué.
¿En qué se ha recortado?. Si la universidad de marras tiene
dinero para conformar una agenda cultural de 35 actividades en un solo mes,
pareciera que no son tan graves los recortes. ¿O es que quizá se prefiere
recortar en otras partidas antes de tocar el presupuesto en actividades
culturales?. Qué decir de la creación de múltiples infraestructuras y
organismos públicos para los usos más variopintos que se nos puedan ocurrir.
Como el Centro Municipal de Información a la Mujer que a buen seguro da empleo
a unos cuantos asalariados públicos.
El problema es de percepciones y de falta de criterio en la
asignación del gasto público. Por un lado tenemos un país con unos estándares
de servicio público muy elevados. Pero la cara oculta es que esos altos niveles
no son tan buenos en los servicios básicos: educación, sanidad y justicia.
España continúa siendo un país a la cola de la OCDE en materia educativa,
mientras que la sanidad pública –una de las mejores del mundo hace unos años-
ha vivido un deterioro muy importante a lo largo de la última década.
Los que han tomado como bandera la denuncia contra los
recortes, no quieren comprender que España ya no vive la época dorada de la
burbuja financiero-inmobiliaria. El estallido de la burbuja supuso también un
duro varapalo para los ingresos del Estado. Algo que aún no quieren asumir los
apasionados defensores del gasto público desenfrenado.
¡No a los recortes!.
¡Más gasto público!. ¡Más madera!. Vociferan en plaza cercana al
ayuntamiento, perfectamente alumbrada y repleta de mobiliario urbano impecable,
el cual muy probablemente destrozarán a su paso. Después de la algarada para
denunciar el “neoliberalismo salvaje”,
que les permite tener una oferta infinita de actividades con cargo al erario público,
un nutrido equipo de empleados de limpieza dejarán impoluta la plaza.
Esta es la paradoja que rodea todo este populismo de nuevo
cuño que atrae como imán la atención de los medios de comunicación y las redes
sociales. Consignas que suenan a música celestial a todos aquellos que
pretenden, de un modo u otro, que el Estado sea el garante de su futuro. Un
futuro lleno de comodidades sufragadas a golpe de impuestos.
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