Reino Unido, 23 de
junio de 2016, el 51,9 por ciento de los votantes deciden que su país debe
abandonar la Unión Europea. Colombia, 2 de octubre de 2016, el 50,2 por ciento
de los votantes no respaldan los acuerdos de paz del Gobierno con el grupo
terrorista FARC. Turquía, 16 de abril de 2017, el 51,4 por ciento de los
electores apoyan un cambio constitucional para susituir el sistema democrático
parlamentario por uno presidencialista, el cual otorga amplios poderes a
Erdogan para gobernar sin control del legislativo.
Son tres ejemplos a los que podemos añadir lo sucedido en
las recientes elecciones presidenciales de los EE UU y Ecuador, entre otros. Soy
consciente de que estos dos casos pueden ser idénticos muchos otros balotajes.
La cuestión es que las opciones que se enfrentan son cada vez más antagónicas.
No podemos comparar la elección de Obama versus Romney, con la de los dos
últimos contendientes en las presidenciales estadounidenses.
La exaltación del patriotismo –más bien patrioterismo-, la
apelación a sentimientos de clase o la tergiversación de los argumentos hasta
límites insospechados, cuando no la vil mentira, son las armas empleadas por
los políticos en pleno siglo XXI para ganar elecciones. Goebbels tiene más seguidores que Churchill en esta
época en la que vivimos.
Los resultados de los comicios son automáticos: la población
del país dividida en dos, polarización social y problemas de convivencia. A las
elecciones en los EE UU y al referédum del Brexit
siguieron manifestaciones de los perdedores. A las de Ecuador y Turquía,
impugnaciones.
El impacto de resultados electorales en los que se confronta
a la población de forma interesada puede ser devastador para la economía y la
sociedad de un país. La cuestión que hay que plantearse es si es sostenible
democráticamente que continuemos viendo campañas así o, lo que es peor, sus
consecuencias. Dramáticas en algunos casos.
La democracia ha comenzado a ser utilizada como arma
arrojadiza por parte de los vencedores contra los vencidos. Las urnas son
sagradas a pesar de que, en el fragor de la batalla, para vencer, se haya
mentido, manipulado o destruido la credibilidad de un país entero. Como ejemplo
más palmario el del impulsor del Brexit,
Nigel Farage que, tras vencer el referendo, admitió haber ofrecido datos
inflados sobre lo que el Reino Unido aporta a la Unión Europea.
Por no hablar de la campaña de Trump contra el traslado de
empleos de mano de obra barata a México o China. Empleos que nadie quiere en
los EE UU, país te cuenta con una de las tasas de desempleo más bajas de los
últimos 20 años. Pero la Historia no recordará las mentiras y falacias de los
líderes políticos a lo largo de las campañas electorales, sólo quedarán los
resultados.
Los procesos electorales están quedando en entredicho. El
populismo, filtraciones periodísticas interesadas unidas a la falta de
información contrastada o el desinterés de la población por la política, están
haciendo de nuestro sistema democrático una suerte de mercado de votos sin pies
ni cabeza. Los economistas alertan de la creciente influencia de líderes
populistas, como la ultraderecha en Francia o la extrema izquierda en España. De
lo que hablamos poco es de cómo está afectando esta deriva antidemocrática a
Occidente.
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