No cabe duda de que vivimos en una época extraña. Un tiempo
en el que la relatividad moral se ha adueñado de la escena pública sin ningún reparo.
En el que los derechos humanos se relativizan sin sonrojo a conveniencia de
intereses espurios.
Así, nos encontramos con paradojas como el contínuo reproche
a cualquier actitud o insinuación que tenga un lejano atisbo de machismo. Eso
tiene validez siempre y cuando el presunto machista sea occidental y, además,
pertenezca a algún grupo sospechoso de no comulgar con las tendencias globales
de lo políticamente correcto. Si esto ocurre el emisor del mensaje puede ser
vilipendiado, valupeado e insultado sin sonrojo.
La relatividad moral se pone de manifiesto cuando los
vilipendiadores del supuesto machista, no tienen empacho a la hora de
simpatizar con regímenes autoritarios que someten a la mujer en sus sociedades.
Más aún si el régimen de turno extiende pingües subvenciones a favor de las
actividades propagandísticas de los defensores de esta nueva moral occidental.
Tres cuartos de lo mismo ocurre cuando algunos políticos,
abanderados de los derechos de los homosexuales, resultan ser acérrimos defensores
de dictaduras que aplastan esos mismos derechos de forma sistemática. No
olvidemos la admiración que sienten –siempre desde la comodidad de la
democracia occidental-, todos estos impulsores de la nueva moral pública por el
régimen de la familia Castro en Cuba.
Algo parecido sucede con los derechos de los trabajadores,
los parados o los más necesitados. Siempre son los demás, los reaccionarios,
los que los violentan de forma sistemática. Pero la realidad es tozuda y nos
muestra a los líderes de esos movimientos
sociales (sic) en su actuar fuera de cámaras y de redes sociales como
verdaderos déspotas. Verbigracia ese gran líder argentino que no pagaba la
seguridad social a su asistente doméstico. Por no hablar del nepotismo
ilustrado que copa los puestos públicos en aquellos lugares en los que gobierna
cualquiera de estos predicadores de la nueva moral.
Muchos se rasgan las vestiduras por los derechos de los
animales. Algunos incluso los tratan como a seres humanos -¡cuánto daño ha
hecho Disney a nuestra tierna y acomplejada conciencia colectiva!-. Pero no tenemos reparo a la hora de justificar
o incluso sentir cierta simpatía por los actos terroristas contra seres
humanos. No extraña ver a los propietarios de la verdadera moral moderna,
ensalzar la figura de terroristas. Incluso los admiten en sus filas con
regocijo.
Cualquier intento de un gobierno democrático por regular
derechos como la libertad de expresión o libre movimiento de los ciudadanos es
criticado, como no puede ser de otro modo, de forma unánime y contundente. Pero
mucho cuidado con criticar la represión brutal a la que los regímenes de
izquierda someten a su pueblo. Los líderes bolivarianos, por ejemplo, pueden
cerrar medios de comunicación contrarios al régimen, apalear manifestantes o
encarcelar opositores a su antojo. No hay problema. La mera adscripción a las
tendencias morales globales les exime de su cumplimiento.
Algo igual sucede con la división de poderes. Las
democracias occidentales, con sus mejorables sistemas de elección de poderes
siempre serán, a los ojos de los apóstoles de la nueva moral, sistemas
represivos en manos de las oligarquías. Por el contrario, la inexistencia de
división de poderes de sus admirados –y benefactores- regímenes dictatoriales,
ejercen siempre el poder estatal a favor de los más desfavorecidos.
Y así, sin darnos cuenta, vamos cayendo en el juego terrible
de esa doble moral de la que acusábamos al clero en los tiempos del franquismo:
“Haced lo que yo os diga, pero no hagáis lo que yo hago”. Lo mejor de todo es
que la compramos, la hacemos propia y la divulgamos mediante inocentes videos con grandes letras en
nuestros muros en redes sociales. Y cuídese el amable lector de no hacerlo, de no apoyar alguno de los aspectos generalmente aceptados por esta nueva -y relativa- moral, porque puede ser tachado de insolidario, fascista, reaccionario...
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