Hoy los países son como grandes empresas. Salvando las distancias, claro está. Un país, al igual que una empresa, tiene competidores. Pero no competidores desde el punto de vista bélico, eso está muy superado. Aunque de vez en cuando algunos quieran dirimir conflictos fronterizos demostrando su debilidad interna. Un ejemplo un tanto baladí y minúsculo fue el ataque de Marruecos a la isla de Perejil. Ni para Marruecos ni para España significa nada ese peñón en mitad de la nada. Pero a Marruecos aquel incidente le sirvió para desviar la atención de la opinión pública en un momento delicado ante la boda de su monarca.
Un país tiene competidores sobre todo en lo económico. Sobre todo los países en desarrollo. En muchos países de América Latina la competencia por atraer inversiones estadounidenses es feroz. Los países saben que una multinacional instalada en el país significa empleo, exportaciones, impuestos, etc. Las naciones también compiten por colocar sus productos agrícolas en el exterior. Muchos países están librando una batalla en la competencia mundial del turismo. Los países más desarrollados luchan porque sus empresas sean cada día más internacionales y puedan vender sus productos en más mercados con menos trabas arancelarias.
Sin embargo un país no puede luchar en todos los frentes que se le abren. Una nación no puede luchar por atraer empresas extranjeras, incrementar su turismo, aumentar las exportaciones agrícolas, fomentar la internacionalización de las empresas nacionales y a la vez convertirse en un país influyente en la esfera internacional. Cuando digo que no puede luchar por todo eso a la vez no digo que físicamente no pueda hacerlo, el problema viene en la asignación de recursos. Si un Gobierno taciturno piensa que puede invertir en todos esos capítulos sin debilitar a ninguno de ellos, acabará dejando de ser competitivo en casi todos los frentes.
Un país tiene que definir una estrategia y elegir objetivos concretos, mesurables y realistas. Además el Gobierno tiene que cohesionar a todo el país para que todos persigan el mismo objetivo. Lógicamente por el camino hay deserciones y aquellos que dejan de formar parte de los objetivos principales se sentirán arrinconados y querrán boicotear al Gobierno o al país entero si hace falta. Es el precio que hay que pagar.
Hoy vemos en cómo en el mundo hay países que tienen muy claro lo que quieren ser y adónde quieren llegar. Como existe la democracia en casi todos ellos, los que no están de acuerdo, se sienten apartados o simplemente quieren tener más poder tienen oportunidad de cambiar el rumbo cada cierto período de tiempo, mediante las elecciones.
Otras naciones, sin embargo, sobre todo como consecuencia de la falta de cohesión interna, vagan sin rumbo por el mapamundi. Quieren competir en todo, porque quieren contentar internamente a todos. Eso, como podemos entender, es imposible. El Gobierno tiene encomendadas unas atribuciones y no puede huir de ellas. No se puede tener a todo el mundo nadando en el mar de la duda por apaciguar a las minorías, porque al final no se contenta a nadie.
Estas minorías perciben rápidamente que están ante un Gobierno débil, inconsistente, sin ideas y falto de autoridad. Entonces se ponen en marcha. Utilizan todos los medios a su alcance para conseguir sus objetivos y cuando los consiguen, continúan demandando más para sus intereses. Mientras la mayoría ve como el Gobierno que eligió les da de lado. Entonces aparecen las encuestas de popularidad y el gobernante débil toma medidas populistas. Así concluye sin pena ni gloria su legislatura, no sin antes asegurarse mediante un año de despilfarro su reelección o, en su caso, la de su sucesor en el partido.
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