Han sido tres años y medio de intensa campaña electoral. Por
supuesto, en el tramo final el Gobierno del cambio
no nos iba a decepcionar y ha redoblado sus esfuerzos por ocultar la
realidad de las finanzas públicas, la inseguridad ciudadana y la corrupción que
son los factores que más importan a la población. Según las encuestas. Unas
encuestas que no tienen credibilidad algunas, gracias a los propios encuestados
que mienten o prefieren patear el balde
y decir que son indecisos.
A juzgar por las últimas apariciones de Luis Guillermo Solís
en redes sociales, a razón de seis posteos diarios -la mayor cobertura jamás
vista acerca de las actividades de un funcionario que pareciera no haber pisado
Zapote desde que compareciera a cuenta del escándalo del cementazo-, vivimos en una suerte de El Dorado en el que el dinero
público fluye cual maná alimentando al pueblo de Israel en el desierto. En
paralelo nos cuenta el Ministro de Hacienda que “hemos hecho todo lo posible para reducir el déficit público”, pero
el dato es demoledor: 6.2% del PIB es la diferencia entre los ingresos y los
gastos del Estado en el último año de la Administración
Solís.
Parece que el maná
no viene del cielo, sino que se transfigura en deuda pública, cuando no en
problemas de liquidez, como el anunciado por el propio Solís en agosto del
pasado año. Demasidas personas no entienden cómo esto puede afectarles y se
dejan llevar por los disfraces presidenciales, los cortes de cinta del avance
del 35 por ciento de una rotonda o el folclor local –y bananero- que rodea las
incesantes giras de El Presi.
Tres años de más
madera en el gasto público han deshecho los efectos de la bonanza
económica. La mayor recaudación fiscal no se tradujo en superávit o equilibrio,
sino en déficit por la glotonería de una Administración que gasta a manos
llenas. Subidas salariales por encima del sector privado, incremento de los
presupuestos de las instituciones autónomas y un despligue de transparencia en forma de propaganda
nunca antes visto, han sido claves para desequilibrar el presupuesto estatal.
Las señales no pueden ser peores. La caída de la confianza
de la deuda tica en los mercados es más que evidente y las tasas ya se sienten
en la economía, que comienza a desacelerarse. Además la deuda pública creciente
requiere más y más recursos de los mercados de deuda, con la subida de tasas
que implica. Mayores tasas suponen menos crédito para el sector privado.
Dificultades para el acceso al crédito de las empresas y las familias, que
empeoran por la situación en la que los escándalos vividos por los bancos
estatales durante esta Administración.
Este empeoramiento de la situación económica ya se traduce
en menor consumo privado. Las ventas de carros, por ejemplo, cayeron en 2017 un
13 por ciento. La contracción económica acecha y la única receta que tiene el
PAC es subir los impuestos. Una subida que generará aún más problemas para la
economía productiva, mientras el Estado continúa en su senda de derroche.
La peor parte de esta historia que nos oculta la incesante Ruta de la Alegría es que todo este
despilfarro estatal no se traduce en mejores servicios para los ciudadanos. El
transporte público sigue anquilosado en un modelo de los ochenta, la educación
no universitaria pública sufre un abandono absoluto, las listas de espera de la
Caja son inauditas y las mafias del narcotráfico campan por Costa Rica a su antojo. Tampoco los índices de corrupción son menores, como prometió el PAC durante toda la campaña que les dio la victoria en 2014.
La fiesta se acaba y ahora toca limpiar los estragos que dejan cuatro años de insensatez en el gasto. Eso sí, con mucho color y todo publicado en Facebook.