Una señora de unos 32 años reclama en un
programa de televisión su derecho a pasear en andas una vagina de gomaespuma de
algo más de un metro de alto, por el centro de Málaga y gritando insultos hacia
la Iglesia Católica. Ataviada como si aún siguiera en sus años universitarios,
la activista afirma que está imputada
penalmente porque “en España la
Conferencia Episcopal continúa teniendo un poder que sobrepasa las leyes”.
Candidata al Congreso de los Diputados por Podemos en Málaga.
Un señor con 40 años toma la palabra en
la Diputación Provincial de Granada para afirmar que “Arnaldo Otegui es un preso político”, “un hombre clave para la paz en el País Vasco”. Entretanto confía
en que la Guardia Civil “se convierta en
una institución democrática”. Diputado Provincial por IU, hoy Unidos
Podemos.
Ambos han construido sus vidas recientes
en torno a este tipo de causas
reivindicativas. Sólo hay que visitar sus perfiles en la redes sociales para comprobar
el grado de exaltación que sienten por sus causas: feminismo y guerracivilismo, respectivamente.
En este activismo se insertan gran cantidad asuntos que poco o nada tienen
que ver con los grandes problemas del Estado: desahucios, maltrato animal,
memoria histórica, apoyo o rechazo al aborto, apoyo o rechazo a la inmigración,
etc. Asuntos que, en cierta medida, generan
importantes filias pero que no pueden ser asumidos de forma clara y contundente
por los grandes partidos.
¿Cuántos votos perdería el PSOE si
apoyara la abolición de las corridas de toros?. ¿Cuántos votos perdería el PP
si cerrara las puertas a la Ley de Memoria Histórica?. Los grandes partidos no
pueden asumir el coste político de tomar una determinada posición frente a
temas aparentemente irrelevantes para el conjunto de los ciudadanos.
La repercusión mediática de lo
políticamente correcto es muy elevada. Tanto que las minorías han ido ganando
espacios cada vez más amplios en el imaginario común de los votantes. Imponiendo
opiniones que hace unos años nos hubiesen parecido descabelladas.
Sin embargo, existen partidos políticos
que son conscientes del poder de las minorías y han sido capaces de mimetizarse
con ellas para obtener su favor. Así, la suma de las minorías –cegadas por su
activismo militante- conforma una mayoría inaudita en España. Una mayoría que
lleva a compartir bandera a los militantes del sindicato del PER en Andalucía, con los del Espanya ens roba en Cataluña. Que cubre bajo un mismo techo a altos
cargos de las administraciones públicas y a personajes que dedicaron parte de
su vida a aplaudir y brindar por cada crimen de la banda armada ETA.
Todo vale para alcanzar el poder. Una vez
logrado, todo son símbolos, gestos, detalles, guiños, payasadas en sede
parlamentaria o consistorial para que los adeptos continúen unidos. Al fin y al
cabo, en eso consiste el activismo en
apoyar una causa, aunque la causa deje de estar vigente. En votar a ciegas
mientras la papeleta lleve en su discurso la justa causa a la que han dedicado
su blog, su muro en Twitter, su vida.
España enfrenta retos mucho más allá del
Toro de la Vega, de la procesión del coño insumiso, del uso de la estelada en un partido de fútbol. Retos que tienen que ver con la ausencia de un
rumbo claro y común en asuntos como la educación, la sanidad, las
infraestructuras o nuestra posición en el mundo. Pero serán las causas de las
minorías las que decidan quién nos gobernará en los próximos años, no les quepa
la menor duda. Al fin y al cabo, una importante mayoría de los votantes no tiene nada que perder... o eso creen ellos.