Vivíamos tranquilos, vivíamos felices. Había dinero en la calle. Los bancos prestaban para el piso en la playa y hasta para amueblarlo y los ayuntamientos construían polideportivos y estatuas. Las arcas del Estado se llenaron con el ladrillo procedente del crédito fácil y España empezó a poblarse de aeropuertos y carreteras comarcales de cuatro carriles. Europa echaba más leña al fuego a base de fondos de cohesión.
Los liberales se gastaban millón y pico de euros en inaugurar un teatro y los socialistas construían plazas de toros en pueblos de la periferia. El pueblo seguía comprando adosados y los políticos seguían dilapidando la fortuna y contratando a la familia. Todos mirábamos para otro lado. Había dinero en la calle.
El dinero se iba extinguiendo conforme los bancos dejaron de prestarlo, porque no lo tenían. Nunca lo tuvieron. Así, decidimos gastar los ahorros para que no se notase. ¿Cómo prescindir de los gin-tonics a 12 euros y de la ropa de marca?. ¿Cómo dejar de construir aeropuertos en provincias semihabitadas o teatros en pueblos desiertos?.
Hoy no hay dinero. Tampoco quedan ahorros. El Estado comenzó hace dos años a dilapidar los de nuestros nietos. Aún así no queremos renunciar a nada. Salvo cuando llega la fatídica hora del despido o la rebaja de salario. Hora, por cierto, que todavía no ha llegado para la clase política española. ¿Cómo dejar en la calle a mi amigo del partido de toda la vida?.
España, sin dinero, sigue plagada de organismos públicos heredados del ladrillo: embajadores catalanes en la Quinta Avenida, institutos para el fomento de los bailes regionales y fundaciones para el sostenimiento de familiares de políticos profesionales. La piñata de los felices primeros compases del milenio no cesa, ni tiene atisbo alguno de detenerse.
En lugar de eso, los ciudadanos, aquellos felices hombres y mujeres que compraban pisos en la playa y los amueblaban con créditos a 35 años al 2 por ciento de interés, están pagando los platos rotos.
En primer lugar por la vía impositiva. Para detener la sangría del Estado lo más cómodo es aumentar los impuestos, sobre todo los indirectos que se recaudan más rápidamente y afectan de forma homogénea a pobres y ricos.
A continuación llegan los recortes en las áreas más sensibles para la población en general: educación y sanidad. Son las grandes bolsas del gasto público y en las que se concentra el mayor número de funcionarios. Sin embargo no se recorta en gasto superfluo. Cada español cuenta en su casa con una pequeña farmacia, generalmente subvencionada, pero nadie es capaz de frenar el gasto farmacéutico imponiendo la venta de medicamentos por unidades. ¿Tan poderoso es el lobby farmacéutico?. Lo es.
La educación es el futuro de un pueblo y el principal factor de igualdad de oportunidades. Ni en los mejores años del ladrillo ha sido una prioridad para los gobiernos mejorar el sistema educativo público. Por el contrario se disparó el gasto creando universidades en pueblos o comprando pizarras electrónicas, sin embargo nadie se preocupó de reformar el sistema y la calidad de la enseñanza siguió en picado. España es el país de la OCDE con peor valoración en el informe PISA. Ahora tampoco existe esa preocupación. Simple y sencillamente se reducen salarios o se eliminan plazas.
Ya no vivimos tranquilos, ya no somos felices. Estamos pagando las consecuencias. Las pagamos nosotros, los que han visto reducido su salario, se han ido al paro o los que hemos tenido que emigrar. Los políticos no pagan nada. Continúan en los consejos de administración de las cajas, sus familiares siguen en los organismos públicos, sus amigos de embajadores o en la agencia de cooperación internacional. ¿Quién va a detener esta locura?.