22 de octubre de 2017

Recuperemos la sensatez

Los acontecimientos recientes nos invitan a tomar un poco de distancia de todo lo que viene sucediendo desde el 6 de septiembre en España, en Cataluña. La distancia que nos ofrecen los hechos, ya consumados, para recobrar la sensatez propia de una de las democracias más fuertes del mundo. Esto del nivel democrático de España no lo digo yo, lo dice el semanario económico más prestigioso del mundo The Economist en su Democracy Index 2016. Nuestro país está en el puesto 17 de 167 países, por delante de Francia o Japón, por ejemplo.

Quizá este sea el primer paso hacia la sensatez perdida: reconocer que España es una democracia mejorable, como todas, pero que funciona con total normalidad. El pacto constitucional de 1978 no ha dado malos frutos, por mucho que ahora nos empeñemos en revisarlo ante cualquier visicitud propia del Estado de Derecho. Como digo mejorable, pero afirmar que es inválido, sencillamente es faltar a la verdad o intentar deslegitimar la solidez democrática de España.

La tozudez de la realidad, que nos insta de igual modo a recuperar la sensatez, desmonta muchas de las consignas que se vierten para fortalecer una determinada posición política. Veamos algunas. Cataluña es parte de la Unión Europea (UE) como consecuencia de su pertenencia a España. Una Cataluña independiente no se convertiría de forma automática en miembro de la UE. No es una opinión personal, sino la realidad del marco legal de la Unión, como todos los líderes europeos han expresado a lo largo de las últimas semanas.

Fuera de la UE parece claro que Cataluña tendría serios problemas de estabilidad económica y jurídica. La huida de más de 1.000 empresas en menos de dos semanas así lo pone de manifiesto. El dinero es cobarde y no quiere riesgos. Lo cual ha provocado la caída del mito del maná de una economía catalana autónoma. Un mercado de 7 millones de catalanes es menos interesante que un mercado de 40 millones de españoles o 500 millones de europeos. La UE es la economía más grande del mundo. Un mercado abierto, sólido y confiable.

Otro hecho que ha quedado constatado en estas últimas semanas es la división de opiniones existente en la sociedad catalana. Si bien las elecciones de 2015 dejaron claro que el independentismo logró el 48 por ciento de los votos, la propaganda contínua del separatismo hace creer que los catalanes que quieren dejar de pertenecer a España son una inmensa mayoría de población. Una falsedad que el propio reférendum ilegal dejó claro al conseguir tan sólo un 38 por ciento de votos de la totalidad de catalanes llamados a la consulta. Datos que además están en entredicho dada la falta de rigor del proceso.

Esa división de opiniones ha dado paso, gracias al empeño secesionista por arrinconar a la población catalana que se siente española, a una importante fractura social. Quizá se a esta la más grave de las consecuencias de todo este sinsentido. Una Cataluña dividida, enfrentada y sumida en la protesta contínua, no puede ser una región pujante como lo ha sido históricamente. Aquí es donde la recuperación del ´seny´, la sensatez, es crucial para Cataluña y el resto de España.

Del lado de los gobiernos centrales, también se requiere recuperar la sensatez. Dejar crecer un problema larvado, en una comunidad autónoma con tanta capacidad de autogobierno como es Cataluña, ha llevado el estado de las cosas hasta aquí. Décadas de adoctrinamiento en los colegios, propaganda institucional separatista e incluso la instalación en el exterior de células en busca de apoyos internacionales, no podrían arrojar otro resultado.

Pensar que todo el sentimiento secesionista cultivado por décadas, puede desaparecer por la vía de la legalidad coercitiva sería iluso. El Gobierno tiene que encontrar cauces para demostrar que Cataluña es mucho más dentro de España que aislada. Tienen los partidos constitucionalistas un reto importante dentro del Estado de Derecho, pero con altura de miras para devolver la sensatez y la concordia al pueblo catalán.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución no puede tener como resultado una mayor fractura social en Cataluña. Tampoco puede derivar en una campaña electoral de seis meses en la que los argumentos, aunque destrozados por la realidad, continúen siendo los mismos. Tiene que quedar clara la voluntad de normalizar la vida en Cataluña dentro del marco de convivencia democrática, entendiendo que existen demandas con un amplio respaldo de la población catalana, pero también excesos en la búsqueda de homogeneizar a ese mismo pueblo.


Hay que recuperar la sensatez y ahí los catalanes, todos los catalanes, tienen mucho que decir porque ha llegado su momento.

15 de octubre de 2017

Nosotros, los fascistas

Madrid 12 de octubre de 2017, un joven se aproxima a presenciar el desfile conmemorativo del Día de la Hispanidad. Porta una bandera de España a la que anexa otra con los colores arcoiris de la diversidad sexual. El resto de los asistentes lo saludan amigablemente, algunos “incluso me han pedido tomarse fotos conmigo”, confirma Valentín Garal, orgulloso defensor de la libertad.

Esa misma noche, Valentín accede a una discoteca gay con un lazo con los colores de la enseña nacional. El joven es increpado hasta en cuatro ocasiones por personas de su misma orientación sexual, tachándolo de facha, fascista o pregúntandole de forma despectiva “¿por qué llevas eso?”.

Les da la razón a los que acusan a Valentín el conocido columnista Javier Marías en su hoja parroquial dominical en El País, el medio de comunicación del centroizquierda español. Dice Marías que “siempre que veía gran número de banderas me acordaba de Núremberg” y que esta oleada de banderas españolas es “el despertar de un nacionalismo peligroso que llevaba décadas adormecido”.

Estas afirmaciones procedentes de uno de los líderes intelectuales de la izquierda moderada española no es un caso aislado. Portar una bandera de España es considerado, para una parte de los españoles, un símbolo de pertenencia a la extrema derecha. Dicho de otro modo, los que nos sentimos españoles y lo confirmamos usando la bandera de nuestro país somos unos fascistas.

Nosotros, los fascistas, no increpamos a los que usan la bandera del orgullo gay. Lo respetamos, porque respetamos la diversidad, pero no hacemos alharacas por ello. Quizá sea porque en nuestras filas fascistas militan muchos homosexuales y no los señalamos como tales, sino como uno más. Por el contrario estos repartidores de carnés de fascista, los intelectuales de la izquierda y los portadores de camisetas del Ché Guevara –homófobo de reconodida trayetoria criminal, pero al que se le perdona todo por sus revolucionarias ideas-, tienen la necesidad de repertirnos una y otra vez su rechazo al hetropatricarcado o a la ideología de género.

En esta misma línea, nosotros, los fascistas, somos hombres y mujeres, sin distinción, sin necesidad de anunciar a los cuatro vientos si cumplimos o no con las políticas de paridad de género. No vemos necesario sacar pecho si una mujer es nombrada presidenta, portavoz o alcaldesa. Es algo normal. Por el contrario los repartidores de carnés de fascista, siempre con su actitud de macho alfa, tienen que dejar clara su política de igualdad de genéro, segregando a las mujeres en grupos feministas.

Nosotros, los fascistas, no vamos proclamando nuestra simpatía con esta o aquella minoría, por el contrario las integramos a todas dentro del respeto por la libertad, la democracia y la diversidad. Quizá por eso, los repartidores de carnés de demócrata, necesiten llamarnos fascistas.

A nosotros, los fascistas, nos invade la zozobra cuando vemos el resurgimiento en Europa y América de movimientos de extrema derecha o extrema izquierda, así como las derivas totalitarias que experimentan algunos países. A los repartidores de carnés de fascista, por el contrario, sólo les molestan los movimientos de extrema derecha, mientras que miran con buenos ojos cualquier ascenso de la izquierda totalitaria o los avances de las dictaduras de izquierdas en América Latina.

Quizá lo que los repartidores de carnés de fascista no quieren ver es que nosotros, los fascistas, somos demócratas convencidos, nacidos, criados o defensores del Estado de Derecho; somos de izquierda, de centro y de derecha; somos hombres y mujeres adinerados, de clase media y pobres; heterosexuales y homosexuales; católicos, evangélicos, judíos, musulmanes, agnósticos y ateos. No quieren ver que la sociedad española ha evolucionado y superado la larga noche de la dictadura hace mucho tiempo. Que enarbolar nuestra bandera es un síntoma de normalidad democrática, como lo es en Japón, en Grecia, en Venezuela o en Francia.

Nosotros, los fascistas, somos, al fin y al cabo, personas que, sin sectarismos, sin rencores, sin resentimientos, pero también sin miedo, creemos en la libertad, en la democracia y en el Estado de Derecho. Quizá por eso nos llamen fascistas. ¡Ya basta!.