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21 de julio de 2011
De la burbuja inmobiliaria a la burbuja del gasto público
Se han derramado ríos de tinta con sesudos análisis sobre la denominada burbuja inmobiliaria. Un fenómeno que se dejó sentir en el mundo entero, si bien la intensidad del mismo no fue igual en todos los países.
La cuestión es que la espectacular bonanza que experimentó el sector inmobiliario en casi todo el planeta durante no pocos años, hoy sabemos que se debió al crecimiento exponencial del crédito hipotecario. Su origen se centra en las bajas tasas de interés que los bancos centrales de Europa y los Estados Unidos establecieron tras una serie de acontecimientos concatenados: crisis económica alemana, estallido de la burbuja puntocom y atentados del 11-S.
Dicho de otro modo, el dinero barato permitió que mucha gente se endeudara para adquirir una vivienda o mejorar la que ya poseían. Lo cual provocó una cadena de crecimiento del sector que se retroalimentaba gracias a la expectativa de alza de los precios, la cual no sólo atraía a compradores reales, sino a inversores especulativos.
Claro que ese efecto tuvo consecuencias colaterales mucho más allá del sector inmobiliario. Por ejemplo en la recaudación de impuestos. Los gobiernos empezaron a llenar sus arcas gracias a la bonanza económica derivaba del boom inmobiliario. No en vano estamos hablando de uno de los sectores que soporta mayores impuestos: se gravan las compraventas, se gravan los beneficios, se gravan las hipotecas, etc.
En el caso de España el Estado pasó de recaudar en el año 2000, cuando comienza el ciclo expansivo inmobiliario, 231.960 millones de euros a ingresar 419.370 millones de euros en 2007, cuando la cresta de la ola toca a su fin. Esto supone un incremento de los ingresos del Estado del 80 por ciento en siete años. Durante ese periodo la inflación apenas creció un 30 por ciento. Dato que ofrezco por si algún avezado lector llega a pensar que el aumento de los ingresos se debió meramente al factor inflacionario.
La cuestión es que España vivió su particular burbuja del gasto público al amparo de la del ladrillo. Porque si los ingresos se incrementaron los gastos no se quedaron atrás. Sólo la partida de gastos de personal del Estado pasó de 64.278 millones de euros en 2000 a los 107.835 en 2007 y ha seguido creciendo hasta los 125.164 millones de euros en 2009, casi el doble en una década.
Al amparo de unos ingresos en continuo aumento, los gobernantes emprendieron toda clase de proyectos. Aprovechando tan favorable coyuntura, proliferaron las iniciativas denominadas sociales, desde la Ley de la Dependencia al conocido como cheque bebé, pasando por infinidad de subvenciones y la creación de innumerables entes estatales, autonómicos y municipales de más que dudosa utilidad para la sociedad en general. Igualmente se promovieron infraestructuras jamás soñadas: aeropuertos sin aviones, parques sin niños o plazas de toros sin corridas.
En ese escenario de días de vino y rosas, incluso los socialdemócratas más acérrimos decretaron importantes reducciones de impuestos. Bajar impuestos ahora era de izquierdas. Lo cual no hizo otra cosa que continuar alimentando la burbuja especulativa al permitir que hubiese más dinero en manos privadas.
Pero los gobernantes no son gestores de recursos, sino políticos cuyo interés es permanecer en el poder o cedérselo a sus más cercanos colaboradores. Así que no cayeron en la cuenta de que todas las inversiones que acometieron, todos los planes que aprobaron y cada uno de los entes que crearon tenían unas consecuencias económicas a largo plazo. Los aeropuertos no pueden cerrarse, los funcionarios no pueden ser despedidos y los organismos públicos no pueden ser eliminados sin más. Por mucho que sus inflados ingresos, producto de la burbuja inmobiliaria, hayan caído hasta límites insospechados.
Dicho de otra forma, la burbuja del gasto público no puede desinflarse, así como los estados no pueden ir a la quiebra. Al contrario que las empresas promotoras inmobiliarias, los países no tienen la capacidad de ir a un concurso de acreedores, ni tampoco pueden entregar sus activos a sus acreedores como dación en pago. Para mantener todo ese aparato creado de forma artificial, ahora se recetan subidas de impuestos para que el sector privado pague los excesos gubernamentales.
La solución es compleja. Los gobernantes son incapaces de adoptar medidas impopulares, pero aún son más incompetentes a la hora de dar marcha atrás y renunciar a todo ese fascinante Estado del Bienestar que crearon con ingresos procedentes de una coyuntura absolutamente irreal. Los mercados, esos ogros sin compasión, lo saben y por eso dudan de la capacidad de cobro de las deudas públicas de algunos países sumidos en la burbuja del gasto público.
Los países sumidos en esta crisis sin precedentes van a tener que aceptar cambios sin precedentes para remontar el estallido de la burbuja del gasto público. Aunque para mi lo importante es que se abra un debate profundo acerca del papel del Estado en la economía a la luz de lo que está sucediendo.
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